Post date: julio 05, 2013 | Category: Sexta Edición Noviembre 2008
Escrito por Dr. Mauricio Velasco Ávalos
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Definir un sitio como sagrado, es decir, separarlo del resto de los espacios de uso común y dedicarlo a actividades que tienen relación con ideales y conceptos intangibles que le dan una connotación distinguida y particular de referente comunitario, no es un hecho fortuito. La definición de sacralidad para un sitio puede deberse a actos espontáneos o planeados, pero siempre tienen como fundamento elementos del imaginario colectivo que se materializan en una disposición particular del espacio, en la selección de elementos físicos que distinguen el sitio y la ordenación de ese espacio, de modo que pueda guardar el mensaje de representación de lo sagrado en plazos que pueden trasponer los límites temporales de una generación. Para poder considerar la existencia de una ciudad y en ella un sitio sacralizado, es necesario una intención simbólica en el espacio organizado por la comunidad, en donde puedan distinguirse los géneros de individuos que la componen, reconocerlos, y hacerlos existentes por las diferencias y los contrastes existentes. Pero, para poder comprender mejor cómo un lugar puede convertirse en ciudad y en sitio sacralizado es necesario definir primero qué es un lugar. De modo general, “lugar” es un espacio delimitado del territorio, al que las características físicas y de uso confieren una particularidad que permite distinguirlo de su alrededor. Por otro lado, los intereses de los poderes sociales en lo referente al espacio han estado siempre presentes en todas las civilizaciones. Aún en las comunidades no urbanas, el espacio de permanencia del más fuerte, el área de caza del más hábil o el espacio sacralizado por el poseedor de un saber determinado ha sido considerada como “lugar” y delimitada de los otros espacios. La existencia de una correlación de dominación cualquiera, el ejercicio de un poder, supone una diferencia en el espacio ocupado y, por esta razón, de la organización de todo el territorio. En una comunidad, la intención de control social manifiesto a través de formas arquitectónicas, así como el desarrollo de la cultura y la sociedad, se presentan como un conjunto en el que el uso de los espacios urbanos por largos periodos nos invita a considerar el espacio comunitario como una continuidad en el tiempo, como una transformación continua de un estado precedente a otro que se explica por el anterior y que forma el espacio actual. El espacio comunitario considerado como una obra continua evidencia las decisiones de los habitantes y de sus dirigentes en cada momento histórico para que ese espacio guarde su estatus, lo mejore o lo pierda. Clément afirma que la ciudad es siempre una obra en proceso, simbólica e inacabada1, y debemos entender de esta expresión que las actividades físicas o inmateriales que tienen lugar en el espacio comunitario construyen varias veces el lugar para cada generación, al tiempo que erigen los símbolos del acuerdo social. El sitio sacralizado adquiere esta característica cuando el lugar se convierte en residencia del poder que controla un territorio físico, definido por una delimitación más o menos precisa, por una extensión en donde se siente la influencia del lugar central y por la sede material de la sede de la organización. Así, la definición de un sitio sacralizado no es pues, un acto azaroso. Es necesaria una división del territorio que sigue a la división social; una intención expresa de manifestar la preeminencia social de quienes ocupan el sitio; la transformación del espacio y el reconocimiento de este sitio por la sociedad. Es decir, se requiere el “marcaje” del sitio y un acuerdo sobre su significado y su categoría de sagrado. El marco físico construido como evidencia del poder y de la duración del poder no puede ser renovado continuamente, lo que obliga a las entidades del poder a buscar anclar el mensaje en la dimensión temporal del asentamiento de la comunidad. La utilización del “tiempo” en la definición de un tiempo social sirve para señalar la existencia del poder y de sus poseedores. De esta forma, los poderes han explotado el imaginario colectivo y justifican su continuidad a partir de un mito fundador de la sociedad que explica lo inexplicable, es decir, el origen de su supremacía. Los mitos expresan la idea de un orden jerárquico universal que se presenta como fuera del alcance de los hombres y, por lo mismo, incuestionable. El orden jerárquico incluye, por supuesto, la jerarquía de los hombres, que debe ser conservada, para no caer en la incertidumbre, el desorden, el cataclismo. El mito fundador pertenece al ámbito de la ideología y siendo fundamento de todos los poderes e instaurador de las relaciones de dominación, se encuentran asociados a los mitos fundadores de los sitios, en los que se establecen formas espaciales que corresponden al orden universal propuesto. El sitio sacralizado constituye entonces la memoria del orden universal y del evento fundador, garantes de la continuidad. La asociación del sitio sacralizado material y sensible con el origen mítico forma, a lo largo del tiempo, un “arquetipo de lo imaginario” que se comunica fácilmente a las generaciones siguientes y se retransmite a todos los que comparten esos rasgos culturales. El papel del mito fundador no se conservaría si no tuviéramos continuo recuerdo de él. Para ello, las entidades de poder se encargan de hacer su conmemoración y de establecer un calendario de manifestaciones que se convierte en calendario ritual. Con el calendario, el tiempo del sitio y de sus ocupantes están bajo control, del mismo modo que lo está su espacio. El poder manifiesta en sus sitios el control del tiempo cíclico en el que se puede encontrar no sólamente el recuerdo del mito fundador, sino también innumerables celebraciones, solemnidades religiosas, fiestas cívicas, y aún ferias comerciales que buscan establecer el control temporal de las actividades de la población por la ideología, la política o la economía. Es en los rituales, mucho mejor que en el tiempo “natural”, donde se expresa una versión del tiempo que pertenece a la cultura y que es, consecuentemente, exclusivamente humana. Visto que el sitio sacralizado no ha sido creado en tanto que contenedor de una actividad, sino principalmente como medio de comunicación, no podemos considerar la interpretación de ese espacio como una actividad de método único. Al momento en que el usuario recrea en su mente la imagen del sitio sacralizado, ya sea por evocación o por sensación directa, emplea un código proveniente de la cultura específica en la que se encuentra inmerso, y la respuesta frente al estímulo material que es el sitio en sí mismo depende de la identificación de los códigos más universales o más especializados y de la interpretación respectiva, de modo que a pesar de la materialidad de la obra que se nos presenta como mensurable, empírica, el mensaje que representa puede ser interpretado por el receptor de incontables formas. Sin embargo, el sitio sacralizado muestra el espacio como perteneciente y controlado por un poder, en un tiempo determinado, preciso, y la disposición espacial trata de mostrar que el orden temporal, tangible, que podemos ver y sentir representado por cosas materiales, es permanente y necesario para la continuidad del “estado de cosas”. Una vez que se ha fijado en la memoria el sitio sagrado, este espacio adquiere un formidable poder evocador, un poder que le permite dar forma, componer y dictar los eventos, los nombres y las imágenes a los que los habitantes se referirán. El sitio sacralizado es así un lugar de memoria, de reproducción constante de discursos formales que recuerdan la historia oficial, los mitos fundadores, los rituales y el orden. Bibliografía
CLÉMENT Jean-Pierre et CAPDEBOSCQ Anne-Marie, « Présentation » en VILLE dans le monde ibérique, 1995, p. 3 |